6 dic 2008

EL LIBRO DEDICADO

Me envía Javier Valle Riestra un libro de 741 páginas titulado “Manual de los derechos humanos” (Ediciones Jurídicas, noviembre del 2008) y me lo envía con una dedicatoria fervorosamente inexacta: “A mi genial antipatizante César Hildebrandt”.

Este tocho con pinta de imprescindible, este mamotreto que suena a río, este río que trae piedras caídas de una montaña de conocimientos, le sirve al jurisconsulto Valle Riestra para hacer benévolo abuso de su ingenio dedicatorial.

Sin tomar en cuenta ni remotamente lo de genial, que es un cumplido versallesco, debo desmentir, con energía, lo de antipatizante.

Valle Riestra, al contrario, me simpatiza. Es un barroco de palabra y un duelista que se ha quedado sin contendores. Y a mí los barrocos me caen bien porque el barroquismo, aunque chirríe y a veces linde con la cursilería, siempre demandará cultura, riqueza de léxico, amor por el oxímoron y comercio con otras depravaciones del idioma.

No conozco a ningún barroco que provenga de la vulgaridad. Valle Riestra, como Max Hernández, vienen de la sofisticación, aunque el jurista haya llegado al cinismo filosófico y Max se haya quedado en agonista y dramaturgo de su propia existencia.

Y si los barrocos me caen bien porque los siento cofrades, los duelistas que se han quedado solos –al revés que en el cuento largo de Conrad- me caen todavía mejor. Y eso es lo que ha pasado con Valle Riestra, que es viudo de Congreso y huérfano de memoria parlamentaria.

La verdadera razón por la que Valle Riestra quiere largarse de ese Congreso donde Raffo y Espinoza no son incidentales, es porque no ya no tiene con quién polemizar. Instalada la afasia involuntaria y la grisura con diplomas, lo que reina en el Congreso es el silencio.

Ya no están los que debieran de estar y están, en grandes sumas, los sobreros. De tal modo que Valle Riestra es un espadachín a solas y un polemista sin remedio enfrentado a la propia sombra. Un sobreviviente, en suma, que va al salón de los pasos perdidos y no encuentra a nadie.

Valle Riestra es, fundamentalmente, un solitario que le dio vacaciones a su hurañez dejándose amar por algunas mujeres. Y es, por supuesto, un aprista que se quedó sin Apra, un hayista que no se resigna a Alan, un niño bien que jugó a la revolución siempre y cuando la revolución se quedara en discurso de Haya y en emoción retórica.

Si Washington Delgado quiso construirse un Perú con palabras, Valle Riestra es el arquitecto de la revolución que no se hace (porque eso cuesta sangre y mil probables infamias) pero que se lee y, ante todo, se escucha.

Así huyó Valle Riestra del sonsonete bruto de las derechas. Es más, si la derecha peruana hubiese estado llena de personajes como Riva Agüero, Valle Riestra no se habría movido de ese balcón aristocrático de los González Olaechea. Porque el tribuno no se hizo aprista leyendo la prosa pesada e imperfecta de Haya sino escuchando al líder que inventaba la eternidad con cada párrafo. Valle Riestra, como Haya, corresponden a la fase oral del marxismo latinoamericano.

Dicen que García es un gran orador. Lo dicen los que jamás escucharon a Haya, que no es que hablara sólo bien sino que tenía la prudencia de llenar de sentido las palabras. Haya no era un parlanchín en trance sino un hombre de ideas en un país en el que jamás interesaron las ideas. Su desmoralización final empezó con ese primordial desencuentro.

Valle Riestra tiene la nobleza de la decadencia ilustrada. Es un fin de época, el último ejemplar de una raza de políticos que asaltaron en su niñez las bibliotecas y se hicieron adictos al buen decir, aunque al final no tuvieran a quién decírselo.

Pertenezco a la generación de García y alguna vez fui hasta su amigo. No obstante, hay en la mirada de García un paisaje de dunas muertas, un ruido de borborigmo y un apagón de todas las ilusiones. Valle Riestra, a pesar de sus mil contradicciones, más allá de su condición de rara avis in terris, luce ahora más vivo y más prójimo que ese líder vencido por las circunstancias.

Así que, como se ve, no soy antipatizante de Valle Riestra. Ambos somos duelistas que, para nuestro tormento, nos hemos declarado la paz.
Escrito por César Hildebrandt/LA PRIMERA

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